Se cuenta que en la antigua Roma, antes de ser ovacionado por la muchedumbre, el general victorioso debía acampar las tropas fuera de la ciudad. El triunfador encabezaba el desfile montado en su cuadriga, mientras un esclavo le murmuraba constantemente al oído: memento mori. Tras él seguía el botín de guerra y, en calidad de cautivos, las personas subyugadas por una sociedad firmemente esclavista.
Dicha práctica parece ser un mito porque lo que registran algunos escritores clásicos son advertencias como: «mira tras de ti, recuerda que solo eres un hombre» o «recuerda señor, toda gloria es efímera».
Expresiones tales como memento mori, junto con otras locuciones como tempus fugit —una contracción de una frase de Virgilio— y carpe diem —simplificación de una sentencia de Horacio—, han sido interpretadas ambivalentemente, ya sea como un llamado a vivir una vida virtuosa o a entregarse a los placeres efímeros. La élite romana era notoriamente licenciosa y vigilante solo de no ser «sometida» por alguien de una clase baja, sin preocuparse por cuestiones de género.
Durante la Edad Media, impregnada del ethos cristiano, estas expresiones pasaron a tomar el carácter de severas advertencias sobre el castigo post mortem. Símbolos tales como la calavera y el esqueleto, entonces presentes por primera vez en la cultura occidental, se instauraron para perdurar:
Mira qve te as de morir
Mira qve no sabes qvando
Mira qve te mira dios
Mira qve te está mirando
Inscripción en el cuadro «El Árbol de la Vida» (1653) del pintor flamenco Ignacio de Ries. Capilla de la Inmaculada Concepción, Catedral de Segovia.
El memento mori (recuerda la muerte) –plasmado frecuentemente en vanitas (subgénero del bodegón o naturaleza muerta)– permeó la sociedad y arte de la época, dando origen a la iconografía de la Danza Macabra y los grabados del manual del Ars moriendi, o el arte del bien morir.
Así, a medida que la sociedad se secularizó y la ciencia se erigió desplazando dogmas religiosos, el cráneo adquirió significados muy distintos. De ser un símbolo religioso pasó a surcar los mares en banderas de piratas, y posteriormente jugó el papel quizá más relevante en nuestra historia: como demostración de la superioridad humana sobre los animales y la propia naturaleza.
El primer fósil identificado como humano fue localizado en Neander, Alemania. Correspondía a una sección de cráneo de la subes-pecie Homo sapiens neanderthalensis, dentro de la familia homínidos y el orden de los primates. Tras eso, las excavaciones se intensificaron y se descubrieron diversos fósiles que desafiaron la creencia de que los grandes hitos humanos fueron logrados por un único tipo de Homo. En cambio, gradualmente se fue entendiendo que los grandes descubrimientos de la humanidad habían sido hechos por diferentes tipos de Homo: el control del fuego, las primeras lanzas, las puntas de pedernal, la vestimenta, los enterramientos, la pintura rupestre, la talla de objetos de piedra y madera, entre otros.
En las búsquedas arqueológicas se fue dando énfasis a los cráneos, ya que se asumía que el principal elemento de la evolución humana era el progresivo aumento de la capacidad craneana. Los primeros descubrimientos fueron interpretados bajo una corriente de pensamiento que aducía que los humanos provenían de diferentes Homo y que habían evolucionado en especies humanas inferiores y superiores. Obviamente se creyó que los europeos emanaban de una «estirpe suprema» perfectamente cincelada en el seno de Europa, a diferencia de otras razas contemporáneas «menos dotadas» de otros continentes.
Cuando el poligenismo no encontraba el anhelado «eslabón perdido» para validar la teoría, no se dudó en fabricarlo para sustentarlo científicamente, como el notorio y fradulento caso del «Hombre de Piltdown».
Charles Darwin asumía una ascendencia común para toda la humanidad, hipótesis coincidente con la narrativa del Antiguo Testamento; sin embargo, su teoría evolutiva desafió dramáticamente el creacionismo, mas no logró derribar la corriente poligenista, cuyo trasfondo racista buscaba justificar la explotación y esclavitud, validando la propiedad de seres humanos y perpetuando esta injusticia en generaciones futuras.
La insistencia en demostrar el poligenismo fue incansable, y encontró aliados en la ciencia vinculada a la religión. Por ejemplo, en Estados Unidos, Samuel Morton reunió 900 cráneos de distintas etnias, mayormente africanas, intentando probar la supuesta menor capacidad craneal de estas y por ende su inferioridad.
El siguiente giro lo protagonizó Joseph Gall, el obsesivo médico alemán creador de la craneología o frenología, quien reunió 300 cráneos humanos. Estudió las protuberancias del contorno de la cabeza en manicomios y cárceles, esforzándose por vincularlos con la personalidad, comportamiento y capacidad intelectual de un individuo. Curiosamente, incluso entre los mismos esclavos surgieron voceros de estas ideas, como un médico esclavo llamado Caldwell que promovía la frenología como evidencia de la supuesta incapacidad de su raza para la libertad.
Conforme más fósiles se desenterraban, la comprensión de la red genealógica humana y su evolución específica en África respaldaron el origen monogenista de la especie. Los hallazgos en diversas regiones del globo puntualizaron las migraciones de distintas variantes humanas que, luego de abandonar África, eventualmente desaparecieron, dejando al Homo sapiens como el último superviviente de su especie.
A pesar del descrédito de la frenología y la refutación de la supuesta superioridad blanca, en México, técnicas derivadas de la frenología siguieron utilizándose en prisiones y manicomios para clasificar a los criminales basándose en su fisonomía. Y dentro de la comunidad médica, se interpretó sesgadamente que ciertos rasgos físicos de los indígenas demostraban su criminalidad inherente y deficiencias mentales. Esta tendencia es muestra de que la ciencia no siempre es imparcial, objetiva o cuidadosa, especialmente cuando justifica los prejuicios presentes en sociedades segregacionistas, discriminatorias o racistas.
Cerrando nuestros comentarios, es pertinente mencionar que el tiempo estimado de supervivencia para una especie de mamíferos es, en promedio, de unos 1,5 millones de años y de 2,5 millones de años en la suma total de las especies. Si las consecuencias del cambio climático resultan tan severas como anticipa la comunidad científica actual, es probable que la especie humana, a pesar de su impresionante capacidad craneal, su avanzada cultura, progreso tecnológico y desmedida soberbia, no logre sobrevivir.
Entonces, este imponente avance intelectual que nos ha permitido ejercer una influencia sin precedentes sobre el mundo puede no ser la ventaja que alguna vez creímos. En cambio, podría tornarse nuestra maldición final.
Tempus fugit, memento mori.