La veneración del hombre por el reptil es universal. Surgida acaso del terror ancestral que los primates experimentaron ante su venenosa y letal mordida, dejando una marca indeleble que conjuramos mitificándolos o tal vez por la mirada fija de los reptiles, hipnotizante a falta de párpados. De raíces antiguas, surgieron con nombres arcaicos y atribuciones de protectores; ya fuera la Pitón custodiando el Oráculo o como guardianes de la virginidad de princesas en tiempos medievales.
Sin importar cómo abordemos hoy a estas criaturas, sean estudiadas como «mitemas» en la mitología o como arquetipos en la psicología, la esencia del asombro ante ellas permanece intacta. Desde el comienzo de la consciencia humana, los dragones ya merodeaban en el imaginario colectivo y con ellos nuestra fascinación, devoción y el anhelo de integrarnos a su linaje.
Multiformes y adaptables, estos reptiles se transformaron en gigantescos dinosaurios, o quizá en dragones, que en forma e ave dominaron los cielos, mares y tierras de todos los ecosistemas. Con astucia camaleónica, se presentan como quetzales en la selva tropical o como correcaminos en el árido desierto, e incluso nadan como pingüinos en las aguas heladas de la Antártida. Un exitoso e incuestionable linaje que, en cualquiera de sus manifestaciones, sigue confrontándonos con su majestuosa presencia.
Desde la aurora de la existencia, reclamaron su lugar como portentosos dragones del Edén. Exhibían su magnitud, como el caso de la Titanoboa –serpiente que se extendía hasta quince metros y era capaz de cazar cocodrilos– o como monstruosidades acuáticas que durante la Edad Media arrastraban marinos y fracturaban navíos, protegiendo los mares con mítica furia, como si intuyesen que la expansión humana significaría la aniquilación de muchos mundos, incluyendo el suyo.
Las tierras de América aún albergan su legado: el dragón ofidio, la serpiente emplumada: Quetzalcóatl. Esta encarnación en nuestra cultura es el arquetipo más completo y complejo, reflejando aún hoy su naturaleza poliédrica. Además de ser venerado como héroe y creador de la civilización, dios de las artes y la sabiduría, personifica también a Venus como estrella de la mañana, y al atardecer a su gemelo, Xolotl.
Es tal la inagotable influencia de este dragón milenario que ha dejado su impronta en las antiguas tierras de México, Guatemala, Perú, Colombia, Brasil y hasta Paraguay. Aun en la actualidad, perdura enroscado en el inconsciente colectivo de nuestros pueblos, explicando la persistente presencia de la serpiente y el dragón en nuestro acervo cultural. Desde la imponente visión de un milenario Coatepantli hasta la encarnación polimorfa de un esplendoroso «Draco» en tonos de negro y rojo encendido –que habita hasta en nuestra papelería y estampas–, pasando por representaciones de dinosauros terópodos, alebrijes y autómatas, la poderosa omnipresencia de esta criatura aparece y seguirá apareciendo hasta el final de los tiempos.